Transformados en padres orgullosos de sus hijos con quienes supieron forjar vínculos poderosos, para estos hombres la decisión de formar una familia implicó en un primer momento «quedar a la intemperie social» como excuras que habían defraudado las expectativas de la comunidad religiosa para empezar una nueva vida lejos de los hábitos.
Mi papá, ese que todos llaman «padre»
Por María Alicia Alvado
Desde que me acuerdo en el pueblo lo llamaban a mi papá «padre Alvado», lo que durante mucho tiempo me molestó por motivos que fueron variando con el tiempo.
Cuando era chica pensaba «¡es mi papá y de mi hermana, no de todo el pueblo!». De más grande, cuando todavía me avergonzaba un poco el pasado como cura de mi viejo, Jaime Alvado, me molestaba el recordatorio implícito en ese apelativo cariñoso producido 20, 30 y hasta 40 años después de una deserción que pareciera que la comunidad nunca asimiló del todo.
Hoy, cuando ya he superado la edad que él tenía cuando se jugó por mi vieja y cuando ya ha transcurrido un año de su muerte, cualquier referencia a mi papá no hace más que aumentar mi gratitud y mi enorme orgullo por la profunda valentía con que dejó de lado su sentida vocación de cura para vivir una gran historia de amor.
Pero también por sus enormes agallas para quedarse a vivir en el pequeño pueblo donde había ejercido como cura y para criarnos casi en soledad cuando mi vieja falleció siete años después de la boda.
Para mí no fue nada fácil tener un viejo cura, porque en diferentes momentos de la vida se hicieron presentes insidiosos prejuicios, preguntas incómodas, opiniones no pedidas, comentarios desafortunados. Reconforta saber que hoy los tiempos han cambiado mucho.
Con motivo de esta nota he tenido la oportunidad de conversar por primera vez con otros hijos e hijas de excuras para quienes el pasado vocacional y laboral de sus padres es uno más entre múltiples posibilidades, todas igualmente válidas.
Ellos saben que no hay nada pecaminoso, ni prohibido ni reprochable en esos «volantazos» que supieron dar sus padres en sus vidas para ser honestos con ellos mismos y vivir una vida más plena; y la sociedad felizmente acuerda con ellos.
Adrián Vitali
«Yo entré al seminario a los 18 años y la primera vez que me planteé la paternidad fue a los 22, cuando mi hermano tuvo su primer hijo; porque yo era consciente de que estaba renunciando a mi sexualidad pero no que estaba renunciando también a la paternidad», contó a Télam el cordobés Adrián Vitali, quien fue sacerdote tres años.
Pero la vuelta al seminario y sus rutinas despejaron temporalmente esas preguntas que reaparecieron con fuerza cuando, ya ordenado cura, se enamoró de su compañera en la pastoral carcelaria, con la que inició una relación oculta que dejó de serlo cuando ella quedó embarazada.
«Me sorprendió la paternidad porque no fue planificada pero lo vivimos con mucha alegría, más allá de toda la situación que conllevaba que un cura tenga un hijo. No hubo crisis ni culpa ni nada», dijo Vitali, de 55 años.
En el libro Cinco curas, confesiones silenciadas, que escribió junto a otros exsacerdotes, Vitali cuenta que tardó cuatro meses en juntar el valor para darles a sus padres la doble noticia -la renuncia y el embarazo-, que pudo pagar la mutual gracias a una inspiración con la Quiniela y que no pudo evitar mentir cuando se encontró con un feligrés en la sala de espera de obstetricia para el primer control.
«Ella se hizo el test el Domingo de Ramos y esa misma noche yo me fui (de la parroquia), en agosto nos casamos y Bruno nació en noviembre», contó.
Vitali dijo que no se sintió obligado a dejar el ministerio sacerdotal, sino que fue «una decisión absolutamente mía» porque «no quería privarle de mi tiempo ni a mi hijo ni a mi mujer», a pesar de que esa decisión «conllevaba quedar a la intemperie de la vida social».
«Fue muy duro después encausar mi vida laboral, como nos pasa a todos los excuras», señaló.
Por otro lado, Vitali aseguró que «la Iglesia no se lo hizo fácil» porque intentaron retenerlo ofreciéndole un traslado a Europa y hacerse cargo de la cuota alimentaria «con la condición de que no los vea más» y después tuvo que esperar 10 años para que el Papa le otorgara la dispensa que lo habilitaba a casarse por Iglesia, como finalmente ocurrió en 2007.
Bruno, que nació en 1997, contó a Télam que el pasado de su padre como cura siempre lo vivió «como lo más normal del mundo» y lo mismo dirá su hermano Renzo, de 22 años.
«Cuando en la primaria tenía que hacer tareas de catequesis, le consultaba a él porque siempre supe que fue cura, pero no lo sentía como algo raro. Y en la secundaria tomé conciencia de que era inusual por la cara de asombro que ponían cuando contaba, pero nada más», dijo este estudiante de abogacía.
Ambos acuerdan también en ver el celibato como algo «absurdo».
«Mi papá eligió el camino de ser cura porque en su momento resonaba con eso pero después pasó como pasa siempre en la vida, que las cosas no suelen suceder como uno las piensa y está perfecto que así sea, por algo también se dio así», aportó Renzo, estudiante de ingeniería.
Gustavo Gleria
El caso de Gustavo Gleria (59) es bastante particular porque siguió ejerciendo hasta cuatro años después de haber iniciado la convivencia con su actual esposa y madre de sus dos hijos, en momentos en que la mayor tenía ya tres años.
«Estaba convencido de que podía ser cura y tener familia. La gente de la parroquia no sé si abiertamente lo aceptaba, pero no me condenaba», contó a Télam este excura que ingresó al seminario cuando tenía 16 años.
Gleria conoció a su esposa siendo párroco de la iglesia donde los padres de ella concurrían asiduamente y por eso primero los unió una gran amistad antes de que floreciera el amor que los mantiene juntos hasta ahora.
«Yo de chico tenía mucha ilusión de cambiar el mundo más que plantearme mi paternidad, eso ni se me cruzaba. Más adelante me lo replanteé ya siendo cura y cuando me cambiaron de parroquia estando ya con mi esposa, tomamos la decisión de tener un hijo», contó.
Gleria explicó que no fue su paternidad lo que lo llevó a abandonar el ministerio, sino el deterioro al que había llegado su relación con las autoridades de la Iglesia en pleno debate por el matrimonio igualitario que apoyaba.
«El miedo que tenemos todos los que queremos dejar el sacerdocio es no conseguir trabajo y de hecho yo me quedé en ‘Pampa y la vía’. Abrirme paso me costó mucho», aseguró quien hoy se desempeña como maestranza en un colegio donde, por su formación académica, podría estar enseñando cualquier materia humanística.
Su familia también le hizo sentir el frío del rechazo ante una decisión de vida que interpretaron como «un insulto», y hoy el vínculo con ellos «sigue bastante roto».
«Yo trato de celebrar la vida cada instante que paso con mi familia y que ‘cada mesa sea una misa’, como me enseñó el sacerdocio. No he salido odiando a la Iglesia y, de hecho, he cambiado simplemente de parroquianos, porque mis compañeros (de trabajo) a veces me preguntan cosas con mucho respeto y yo les respondo sin transmitirles mis experiencias negativas», dijo.
Su hija Sara, que está cursando el quinto año en un colegio de la localidad cordobesa de Agua de Oro, contó que «de más chiquita veía como una ventaja» tener un padre excura porque podía «presumirlo» en las clases de catequesis y le decían «¡wow, tu papá es cura!».
«Actualmente no me influye en nada porque no es ese tipo de cura que se tiene en mente, muy estricto o súper católico, nada que ver», dijo a Télam.
Horacio Fábregas
Por su parte, Horacio Fábregas se casó el año pasado en segundas nupcias tras una larga primera relación de la que nacieron sus dos hijas de 28 y 23 años.
«Yo cuando entré al seminario me sentía un héroe capaz de renunciar a muchas cosas por esto, pero en el fondo lo vivía como una carencia y cuando no tuve más huevos para para vivir el celibato, dije ‘me voy’; no quería una doble vida ni brindarme a medias o escondidas», contó a Télam.
Y si bien «no estaba en sus planes originales» ser padre, fue una experiencia «sublime, mucho más grande y hermosa de lo que podría haber imaginado».
«Yo llegué a ser cura por influencia familiar y durante mi época de formación en el seminario varias veces quise irme pero no podía enfrentar a mi madre. Cuando finalmente dejé, me apartaron de la familia durante muchos años», afirmó.
En diálogo con Télam, su hija Valentina contó que tuvo «una infancia bastante normal» y que si alguna vez alguien reaccionó de manera prejuiciosa al conocer su historia familiar, «nunca me afectó porque son mis papás y sé a exactamente cómo fueron las cosas, que vivieron una historia de amor».
«Entre mis compañeros de colegio, siempre hubo gente curiosa sobre mi historia y ahora todavía me pasa en la facu, cada vez que surge el tema. Últimamente siento que me encanta tener ese as bajo la manga que puedo sacar y quedan todos asombrados», dijo.
Una de las circunstancias que más le hizo comprender lo que puso en juego su papá cuando renunció al sacerdocio, fue conocer al cura que la bautizó detrás del mostrador de una heladería donde estaba trabajando tras haber dejado atrás también el ministerio.
«Lo veía y me remontaba a mi papá, a lo que habrá sido salir (al mundo) y decir ‘no sé hacer otra cosa que no sea dar misa’. Con 28 años tuvo que aprender a un montón de cosas porque lo único que había hecho era estar en la iglesia», añadió.
Hoy lo que más admira de su papá es la «valentía» y el buen uso que hizo de su «libertad» para «elegir su propio camino» contra viento y marea, dos valores que «la vida le enseñó y él nos transmitió a nosotras».
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